En la escritura de Charles Baudelaire las fronteras de la realidad se diluyen, se compactan y se disgregan. Ocurre así tanto en las fronteras sociales como en las individuales. Su escritura muy pronto es calificada como licenciosa en tanto que arremete contra lo establecido. Cuando se publicó su libro Las flores del mal, en l857, se le acuso penalmente por “publicación obscena”. Su figura es dual, fue perseguido y adorado, es en definitiva escritor de la contrariedad. Se trata, con toda certeza de un poeta, quizá fue lo que podría tomarse por el primer poeta –en el sentido moderno del término– del siglo XIX y semilla fundamental de los poetas y escritores del siglo pasado. Ha sido señalado, tal vez sin tanta precisión como difusión, de ser un escritor Maldito.
En la búsqueda de aquello que conduce a la eclosión de las fronteras subjetivas, Baudelaire se acerca a las experiencias en donde se presenta la “multiplicación individual”. Esta inmersión a las expresiones límite de la subjetividad quizá sea una reacción frente a una sociedad en convulsión. El pensamiento de Baudelaire se fue recreando en una sociedad que surgía después de la Revolución Francesa, presenció el nacimiento de una burguesía que ya no apelaba a los fundamentos religiosos sino que empezaba a organizarse en términos científicos. Baudelaire observó cómo fue creciendo el monstruo que, con la entonces incipiente tecnología tomada como bastón de mando, se apoderaba del mundo. En la batalla hombre-naturaleza el primero había tomado peligrosa ventaja: de la tecnología brotaba la nueva promesa de felicidad. La vieja idea del paraíso, que se nutría en el predominio social de la religión, iniciaba su carrera modernista de desprestigio.
A partir de 1851 Baudelaire se acerca a las experiencias que le revelarán la existencia de los paraísos artificiales.
En 1851, los primeros días de marzo, aparecía en una publicación que tenía por nombre Los mensajes de la asamblea, el ensayo titulado Del vino y del Hashís de Charles Baudelaire. En el subtítulo se menciona que estos dos elementos son “Comparados como medios de multiplicación de la individualidad”.
En esa obra inicia la exploración de aquello que proporciona profundo valor y alegría al individuo. Inicia por el vino, sustancia con la que se busca el olvido y que incita al recuerdo. El espíritu del vino calma, desaparece un dolor, mitiga una angustia: se trata, dice Baudelaire de “un Dios misterioso escondido en las fibras de la viña. Sin embargo –reconoce nuestro poeta– la naturaleza del vino no es unívoca; los efectos del vino pueden conducir a perpetrar las más terribles atrocidades. De cualquier manera, el vino promete conducir a una exultante aventura, promete el retorno al paraíso. No es el único camino. El hashís, que llena de torbellinos la cabeza del segador, es una sustancia que permite que los sentidos tomen tal agudeza que cada cosa recupera su unicidad, nada hace serie con nada, el tiempo se diluye y la eternidad se recupera: se trata de una droga –dice Baudelaire– que posibilita que “las proporciones del tiempo y del ser son perturbadas por la multitud innúmera y por la intensidad de sensaciones y de ideas. Se viven varías vidas de hombre en el espacio de un minuto”. Sin embargo, hay diferencias sustanciales entre el vino y el hashís. Con el primero el espíritu recupera la voluptuosidad que la cotidianidad le arrebata; el vino es una agraciada expresión de generosidad, es de características filiales; el vino alegra el ágape, permite la palabra. El vino a sido llamado “el agua de la verdad”.
Con el hashís, con algunas satanizadas sustancias alucinógenas, después de algunos necesarios escarceos con la culpa, la perfección se hace posibilidad, el vuelo es absoluto; así lo cuenta Baudelaire “Es lo que los orientales llaman el kief; es la felicidad absoluta. Ya no hay nada turbulento y tumultuoso.
Es una beatitud tranquila e inmóvil. Todos los problemas filosóficos son resueltos. Todas las cuestiones arduas contra las que luchan los teólogos y que causan la desesperación de la humanidad razonante, son límpidas y claras. Toda contradicción se reduce a unidad. El hombre pasa a Dios”.
Es quizá esta última afirmación la que ha generado que los efectos de los alucinógenos sean considerados como alucinaciones y lo que se diga de ello como delirio según algunas interpretaciones de la psiquiatría. Los alucinógenos, sobre todo las llamadas en otro contexto “plantas mágicas”, posibilitan, según se desprende de la narración de Baudelaire, que el viejo sueño de los griegos se realice.
Baudelaire, mucho más allá de lo que se pueda pensar, no hace una apología de las sustancias alucinógenas, la moral circundante en los inicios de la modernidad puede más en sus juicios que su espíritu liberador. Es cierto, opone en su exégesis a la realidad cotidiana, con todos sus falsos valores, con las experiencias emanadas de la ingesta de los alucinógenos, más, según mi insano juicio, decía, comete un error –o para ser más claro, una toma de posición– que sólo es entendible por el tufo moral que se respira en su época y del que no se aleja tanto como se suele pensar.
En su toma de lugar comete el error epistemológico de ver como incompatibles a la realidad cotidiana y las experiencias alucinógenas. Entre una y otra posición, se sospecha, opta por la “realidad cotidiana”.
Flaubert, que de aquello de tocar el paraíso sabía algo, le escribe preguntando “si su relación con las drogas es una pose para fomentar su imagen de maldito”.
A Baudelaire se le ha acusado, fundamentalmente en lo que se refiere al ensayo titulado El teatro de Serafín que está editado en el conjunto de los que componen Los paraísos artificiales, de escribir, más de experiencias ajenas que propias. En este sentido se termina afiliando a la burguesía naciente.
En todo caso, Baudelaire es poeta y como tal hay que leerlo.
1 comentario:
Me gusta Baudelaire, pero leer poesía traducida es un poco mierda
por cierto soy gordo cabron (por favor no me llames así, ese nik tiene una larga historia pero ya no lo uso) del foro de eskoria films
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